Estela, la sobreviviente de una noche de terror.-
Por Mariana Romero.- A Estela Medina le faltan pedazos de piel en el brazo, cerca de la muñeca. La herida tiene forma circular, una dentadura perfecta y profunda, que le arrancó trozos de carne. Más abajo, otro círculo dentado, pero más superficial. Del otro lado, otra mandíbula tatuada en rojo. El resto del brazo es un amasijo morado y amarillo que pareciera a punto de estallar. El cuerpo apenas le responde cuando quiere contar cómo sobrevivió a la brutal golpiza que le dio su marido el viernes por la noche. “Me salvó mi mamá”, dice y no puede contener el llanto; porque el asesino la soltó y se dedicó, durante la siguiente media hora, a golpear a la anciana. Rosa Andrada tenía 104 años y murió intentando salvar a su hija.
Ocurrió en Tucumán, el último viernes de junio en el barrio Villa Belgrano, al oeste de la capital. Era casi medianoche cuando Estela se acostó en la cama que, desde hacía 16 años, compartía con su marido, Hugo Zelaya. Él salió del baño en ropa interior y se acercó. Estela sabía lo que eso significaba: una hora menos de sueño para ella, que se levantaba a las 5 para poner en condiciones el kiosco que tenía en la casa y comenzar a atender. Era un lujo que no podía darse. “Pero él no entendía, yo le decía ‘ya soy una mujer grande, ya no puedo, me duele todo, necesito dormir’, pero él se enojaba y a veces me pegaba. Al final, yo siempre decía ‘bueno’, y aguantaba hasta que él se canse para poder dormir un poco”, cuenta.
Pero esa noche se puso firme y le dijo que no. Él intentó conversar mientras se arrodillaba sobre el colchón y ella se negó a charlar: el tema la agobiaba y esa noche estaba particularmente cansada. “Entonces me empezó a pegar y me hizo rodar por la cama hasta el borde, las piernas se me enredaron en la sábana y las colchas y quedé atrapada en el piso, sin poder moverme”, dice, y se mete de lleno en el infierno del que no podrá salir durante toda la entrevista.
Mamá
En otra habitación de la casa dormía su madre. Rosa tenía 104 años o, por lo menos, eso decía ella. Había nacido en el campo y no tuvo Libreta Cívica hasta los 8, cuando la anotaron en el Registro Civil. Por eso, su DNI dice que nació en 1929.
“Pero era como una criatura”, cuenta Mercedes. Rosa tenía demencia senil y la mayoría de los días vivía en un mundo inocente, en el que se dejaba cuidar como una niña. “No quería comer, entonces yo le mentía: ‘¿Sabés qué? ahí andan los médicos visitando casa por casa, porque se viene otra enfermedad como la pandemia y si encuentran alguien que no quiere comer le ponen una inyección’. Entonces comía un poquito”, cuenta.
Su hija, Emilia, nieta de Rosa, abre la pantalla del celular y muestra imágenes de la abuela. Petisa y con un cuidado peinado tipo brushing, la mujer aparece en silla de ruedas sonriendo. Está maquillada y con las uñas pintadas de color rojo, soplando las velas de una torta que tiene una leyenda: “104”. Es un video que va mostrando imágenes de la mujer en un salón de fiestas, rodeada de hijos, nietos, vecinos y otras multitudes, mientras suena de fondo la voz del cantante Axel: “¡Celebra la vida! Piensa libremente, ayuda a la gente y, por lo que quieras, lucha y sé paciente”.
Mercedes no sabe si fue un presentimiento o algo más, pero esa noche, antes de acostarla, le puso un tango en el celular y le dijo “hoy, cuando te estés durmiendo, vas a bailar con el papá”, como alentándola a entrar en ese pasado en el que su mente a veces quedaba enredada; un mundo en el que su marido estaba vivo, ella era joven y los dos eran uno solo haciendo firuletes al compás del bandoneón.
“Yo no puedo creer que esa misma noche murió sufriendo tanto”, dice Estela y, de pronto, vuelve al presente.
Atrapada
Estela estaba en el piso y no podía levantarse, porque tenía las piernas enredadas en las sábanas y porque los 62 años le pesaban en el cuerpo, tras una vida de haber trabajado, entre otras cosas, hombreando bolsas y fardos de alfa para vender a los dueños de los caballos en el Hipódromo. Mientras tanto, Hugo había tomado su bastón y le golpeaba la cabeza.
Cuando logró ponerse de pie, quiso escapar y llegar hasta la calle para pedir ayuda. Le daba vergüenza que los vecinos sepan que le estaban pegando pero, esa noche, Hugo parecía más descontrolado que el resto de las veces. Pensó que quería matarla. Él la alcanzó casi en la puerta. Y comenzó a morderla.
“Me arrancaba la piel, yo veía que tenía en la boca pedazos de piel mezclado con pelos entre los dientes y masticaba. Yo lo pude agarrar del escote, pero él me mordía los brazos. Con la mano alcancé un frasco de perfume y empecé a golpearlo para que se rompa y poder clavarle el vidrio, para que me suelte, pero no se rompía. Entonces agarré un Pervinox y se lo tiré en los ojos”, cuenta con la voz tan aguda por el llanto que apenas puede oírse.
Sí, le faltan pedazos de carne y de piel. También le falta una uña, que Hugo le arrancó de una mordida larga y terminó escupiendo. Estela repasa una a una las heridas que tiene debajo de las gruesas vendas que le cubren los dos pulgares, el índice derecho y la palma de una de las manos. Tiene la mandíbula y las órbitas de los ojos de un color morado casi negro, tan hinchados que apenas los puede abrir. De alguna manera, por esa línea en la que no se ven sus pupilas siguen saliendo lágrimas a medida que avanza en el relato. Es inexplicable, uno diría que esos ojos están clausurados, no pueden ni abrirse ni cerrarse. No existen.
Estela estaba atrapada. Si soltaba a Hugo para intentar escaparse, estaba segura de que él la mataría. Entonces hizo algo de lo que se arrepiente hoy y se arrepentirá el resto de su vida: gritó “¡mamá!”.
“Te amo”
Rosa se asomó por la puerta y vio a su hija casi desvanecida, perdiendo la batalla. Lamentablemente, entendió lo que pasaba. Con la voz quebrada de alguien que ya vivió un siglo, le dijo a Hugo: “hijo, dejala ¿por qué le pegás así? Dejala hijo ¿no ves que está enferma?”.
Estela hizo el último intento por liberarse. Lo miró en medio de la golpiza, ya sin uñas y sin piel en las manos, y le dijo “dejame ir, te amo”. “Yo le decía para ver si él reaccionaba, le rogaba ‘no me matés, no me matés, dejá de matarme por favor’ pero él estaba enloquecido. Mi mamá estaba ahí paradita y le decía ‘soltala, hijo, soltala’, y él, nada...”, recuerda Estela y, por un instante, deja de hablar. El llanto la ahoga. Lo que le toca contar es insoportable.
“Mamá ayudame, ayudame”, le pidió Estela a Rosa. “Ella estaba paradita ahí y me pregunta '¿qué hago?' Yo le contesto ‘tirátele encima, tirátele encima, para que yo pueda soltarme’. Y ella, pobrecita, se acostó en el piso y con la mano, que no tenía fuerza, le agarró el tobillo y quedó así. Entonces le vuelvo a pedir que me suelte, le digo ‘yo no le voy a decir a nadie, pero no me matés’ y él me dice ‘nos soltemos los dos’, porque yo lo tenía agarrado del cuello de la remera. Yo le digo que no, porque si yo lo soltaba me mataba. Entonces le prometí que no iba a llamar a la policía, sino a la emergencia y él me aflojó”, dice. Y hace otra pausa.
El miedo
Ya era cerca de la 1 de la mañana del sábado cuando pudo zafarse. Estaba muy herida y no iba a poder ganarle la batalla. Entonces decidió salir a pedir ayuda. Salió corriendo hacia el garaje, pero sabía que el portón estaba con llave. Rezó para encontrar la camioneta abierta porque sabía que ahí estaban las llaves para llegar a la vereda. Y estaban. Llegó hasta la casa de una vecina pidiendo auxilio a los gritos “pero nadie quería salir, tenían miedo porque era de madrugada”. Tuvo que correr unos 30 metros y se asomó a la ventana de una casa, que quedó ensangrentada. Los vecinos comenzaron a aparecer. Una mujer la abrazó.
“Yo gritaba ‘nos están matando, nos están matando’ y les dije ‘vamos a la casa que ha quedado mi mamá y Hugo está loco, la va a matar’, pero todos tenían miedo y no querían entrar. Empezaron a llamar a la Policía y me han sacado del lugar, yo gritaba que la iba a matar a mi mamá pero nadie entraba”, relata.
Cuando llegó la Policía, acordonó el lugar y le impidieron pasar a la casa. A esa altura, los vecinos ya habían avisado a los hijos de Estela sobre lo que estaba ocurriendo y los tres llegaron al lugar. Una de ellas, Vera, le dijo a la Policía que era enfermera y los uniformados le abrieron el paso.
Cuando entró, Rosa estaba muerta. Hugo la había matado a golpes, diría más tarde la autopsia, que marcó como causa del deceso politraumatismos en varias partes del cuerpo, especialmente en la espalda. La anciana tenía una silla sobre la cabeza, con sus cuatro patas formando una especie de jaula. El bastón de Hugo estaba desfigurado.
Cuando le ponían las esposas, Hugo mintió que en el lugar había ocurrido un asalto. Estela, herida, en la calle, y luego de enterarse de que su madre estaba muerta, no lo desmintió. Todavía estaba paralizada del miedo. Recién en la ambulancia, cuando la trasladaban al hospital, pudo contar todo.
La familia
A Rosa la sepultaron justo cuando la Fiscalía de Homicidios I, a cargo de Carlos Sale, presentaba a Hugo frente a un juez y le formulaba cargos por el homicidio de Rosa y por la tentativa de femicidio contra Estela. Pero nadie participó de la audiencia, estaban todos en el cementerio. A Rosa le faltaban dos semanas para cumplir los 105 años.
Cuando la familia terminó de despedir a Rosa y acomodó a Estela en una cama, con los brazos vendados y el cuerpo morado e hinchado, se enteraron de que Hugo no iría preso. La legislación de Tucumán prohíbe aplicar prisión preventiva a un imputado cuando tiene más de 70 años de edad, así que quedó con arresto domiciliario.
Fijó lugar de residencia en la zona de la Costanera, donde pasa sus días rodeado por sus familiares. A ellos les contó que, en realidad, él fue la víctima y que las dos mujeres intentaron matarlo. Ante el juez, por supuesto, se negó a declarar. Hubiera tenido que justificar cómo una anciana de más de 100 años, tendida en el piso, representaba un peligro para su vida.
Estela no volvió a su casa, la que compartió con Hugo en su matrimonio. Se habían conocido 16 años atrás, ambos viudos y con hijos, se enamoraron y decidieron compartir la vida con Rosa, mamá de Estela. Durante el romance, se enteró de que Hugo había estado preso dos años acusado de homicidio, pero había sido absuelto. A ella sí le contó la verdad, le dijo que lo había hecho para defenderse en una trifulca.
Trabajaron juntos para construir la casa. Se jubilaron, pero siguieron vendiendo alfa para levantar, ladrillo por ladrillo, el hogar donde vivirían los tres. Cuando estuvo listo, montaron un kiosco que atendía ella desde la mañana hasta la noche. Entonces, comenzaron los golpes.
Estela pensó que lo podía manejar, que podía evitar que él se enoje o que algún día iba a cambiar, por eso, nunca se lo contó a su familia. Pero la situación se complicó con los años. Cuando ella le planteó que no podía seguir así, él le dijo que, si lo abandonaba, iba a matar a los hijos de ella. “‘Yo ya conozco la ley, ya estuve en juicio y los muertos no hablan’, me dijo. Entonces, tuvo el ACV”, cuenta.
Hace un año, el accidente cerebrovascular de Hugo lo dejó con problemas de movilidad. Pero, con el tiempo y las terapias fue recuperándose físicamente, al punto de que en junio de este año ya estaba en condiciones de bailar alegremente en un video de TikTok, simulando una lucha imaginaria con la cámara, al ritmo de la canción de la película “Rocky”, de Silvester Stallone. Con la mejoría de sus piernas y sus brazos, los ataques de ira se fueron haciendo más frecuentes. Hasta que pasó lo que pasó.
La decisión de Hugo
Estela pasa sus días en la cama de un familiar, cuya identidad no va a ser revelada para evitar que el asesino la encuentre. Cuando ella y sus hijos llegaron del cementerio, creyeron que encontrarían un policía en la puerta para cuidarla de que Hugo, que no estaba preso, volviera para terminar lo que empezó. Las horas pasaron y no apareció nadie para custodiarla.
El día lunes, un uniformado de la Comisaría 9ª se acercó a su puerta. Le informó a la familia que pasarían por el lugar tres veces por día para ver que todo estaba bien y, como prueba, en cada pasada tomarían una foto de la casa. Nunca más volvió nadie.
Como ningún miembro de la familia pudo participar de la audiencia en la que Hugo fijó domicilio para su arresto, no tenían forma de saber si, al menos, había un policía allí para evitar que se fugue. La respuesta llegó el martes por la noche, no del Estado ni de la Justicia. Fue por la prensa, que averiguó su dirección, llegó al lugar, constató que la casa que habita está sin custodia y preguntó a los vecinos si, en estos días, vieron a un Policía en el lugar. La respuesta fue “no”.
En el barrio donde ocurrió el crimen, los vecinos están organizados para vigilar y ya advirtieron que no permitirán que Hugo se acerque. Pero es en vano. La casa donde vivieron los tres durante los últimos años está vacía: Rosa está muerta, Estela está escondida y Hugo, sin policía que lo custodie, está en casa de sus familiares.
Nada impide que el asesino salga cualquier tarde a la vereda, se suba a una moto o a un auto y vaya a buscarla. A lo sumo, sonará la tobillera electrónica. Si lo logra, la encontrará en una cama, imposibilitada de levantarse o, siquiera, de tomar en sus manos un teléfono para pedir ayuda. Estará su familia, sí, pero Hugo ya dio muestras de que eso no lo detiene.
Librada a su suerte por el Estado, la única esperanza de Estela es llegar con vida al juicio del asesino de su madre. Y eso ocurrirá, únicamente, si Hugo quiere.